Un hombre en un bar se acerca la copa a la boca mientras con dos dedos se tapa la nariz:
– “Antonio”, le dice un amigo, “¿se puede saber qué haces?”.
– “He ido al médico esta mañana”, responde el primero, “y me ha dicho que el vino… ¡ni olerlo!”.
Bromas aparte, este breve chiste nos sirve para entrar en el tema del que hoy quiero hablarle: el vino, ¿sí, con moderación, o mejor ni probarlo?
Muchas han sido las investigaciones que se han contradicho a lo largo de los últimos años. Y las autoridades sanitarias tampoco parecen tener claro qué recomendar. (1) (2) (3) (4)
Ahora bien, sin entrar hoy en el debate a mí me gustaría rendir un pequeño homenaje al papel que el vino ha jugado a lo largo de la Historia. Y es que, aunque sorprenda, hay que reconocer que sin él la Humanidad no habría sobrevivido hasta nuestros días.
Uno de los mayores problemas que asediaba a nuestros antepasados era la insalubridad del agua.
Al no existir los recipientes esterilizados, la refrigeración ni los productos desinfectantes, antiguamente la única forma de evitar las infecciones debidas al agua en mal estado era no beberla nunca en estado puro. A menos, claro está, que se tuviese a mano una fuente limpia, lo cual era un privilegio de lo más escaso incluso entre las clases acomodadas.
Por este motivo los bebés comenzaban bebiendo leche materna pero, justo después del destete, empezaban a recibir bebidas fermentadas (como el omnipresente vino, si bien muy diluido durante los primeros años) y sopas hervidas (una suerte de “pasteurización primaria”).
Como las bebidas fermentadas y alcoholizadas eran mucho menos peligrosas que el agua, con frecuencia contaminada y portadora de gérmenes, era normal que la gente hiciese fermentar todo tipo de líquidos (no solo vino, sino también cerveza, sidra…) en barricas. ¡Esa es la razón por la que aún a día de hoy toda Europa esté plagada de cervecerías, viñedos y bodegas!
Y es que el alcohol y las bacterias buenas de la fermentación impiden a los microorganismos perjudiciales desarrollarse y colonizar el medio, al igual que la flora intestinal protege el organismo frente a las bacterias patógenas (portadoras de enfermedades).
Pero no es solo que el vino fuese una bebida más segura que el líquido elemento, sino que además era apreciado por las múltiples propiedades terapéuticas que se le atribuían. En este sentido el griego Hipócrates, considerado el “padre” de la Medicina, explicaba ya en el año 400 a.C. que “el vino es un producto adaptado a toda la humanidad; tanto para quienes gozan de buena salud como para quienes están enfermos”.
Que el vino “fortifica el alma” era una creencia absolutamente extendida que antiguamente nadie se atrevía a cuestionar. De hecho, se les daba a los soldados para infundirles valor. Y asimismo en el entorno eclesiástico se daba vino de mesa a los penitentes para ayudarles a encontrar el sosiego y la paz.
Pero es que hasta ya entrada la década de los años 60 era un lugar común pensar que el vino aumentaba, literalmente, la fuerza física de una persona. De ahí que fuese la bebida “propia” de los jornaleros, considerada indispensable para hacer frente, entre otros, a los lastimosos trabajos del campo.
Siguiendo esta misma lógica también se les daba vino a los enfermos. Thibaut Baldinger, responsable de las bodegas del Hospital de Estrasburgo, en Francia, dejó constancia de que el vino se usó como “medicamento”… ¡nada menos que hasta 1990! (5)
El uso del vino como remedio medicinal (o como ingrediente de soluciones terapéuticas) se remonta a las civilizaciones griega y romana.
Incluso en la Biblia pueden hallarse ciertas referencias a este uso médico. Por un lado, en el consejo de San Pablo a Timoteo, que le recomendó abandonar el agua y pasarse al vino a causa de sus problemas digestivos. Por el otro, en la parábola en la que el “buen samaritano” curaba a un hombre agredido por unos ladrones con “aceite y vino”. (6)
Este uso se perpetuó durante siglos, casi hasta nuestros días. (7)
Fue el catedrático de Farmacia Raimundo Fors quien, en su libro Tratado de Farmacia Operatoria, de 1841, recopiló todos los preparados enólicos (elaborados a base de vino) de la época.
Ya a finales del siglo XIX entraron pisando fuerte en España una serie de “preparados” a base de diferentes tipos de caldos que competían con la formulación magistral (hasta la fecha el sistema hegemónico para elaborar fármacos).
Así, fueron muchos los productos terapéuticos creados en esa época en las farmacias y laboratorios anexos. Es el caso, por ejemplo, del vino Restaurador del Dr. Comabella, avalado por prestigiosos médicos contra enfermedades como la escrofulosis, la anemia o la tisis. Y también del Arrhenovin, que se empleaba como “reaccionador de las fuerzas vitales, anemias, raquitismo, escrófula”, así como del llamado Urando Pesqui, un caldo de efecto antidiabético elaborado en el País Vasco.
Por no hablar del Quina Santa Catalina, que todavía se sigue expendiendo en ciertas tiendas. La publicidad de este producto defendía que “Quina Santa Catalina es medicina y es golosina”, así como que se trataba de un “excelente vino quinado, muy bueno para niños y mayores”…
En todas estas preparaciones se usaba el vino como excipiente para estimular los principios activos de los demás ingredientes, ya que el alcohol es un excelente disolvente.
El alcohol permite extraer ciertos principios activos de las plantas y de las especias que no saldrían a flote solo con agua (nuez moscada, canela, bardana -o anís estrellado-, clavo de olor, cáscara de naranja…).
Eso es lo que explica que haya sido y continúe siendo tan usado en fitoterapia, ya que sirve tanto para elaborar extractos como soluciones hidroalcohólicas.
Y por eso precisamente también ha sobrevivido en algunos lugares la tradición de tomar vino caliente y especiado en invierno para entrar en calor. Además de dar fuerza, este caldo lleno de propiedades permite prevenir el resfriado y las infecciones.
Aunque lo haya dejado para el final, debo decir que, más que el vino, el verdadero “elixir” de la Medicina de antaño era el aguardiente.
Se trata de una teoría sujeta a controversia, pero se cree que su descubridor fue el médico y teólogo valenciano Arnau de Vilanova (siglos XI y XII), a quien se le atribuye la traducción de una obra titulada “Elixir de vinorum mirabilis specierum et artificiatum vinum”. Este, junto a su discípulo mallorquín Raimundo Lulio y durante su búsqueda del “elixir de la eterna juventud”, habría terminado creando esta bebida al vaciar una cántara de vino en un alambique para extraer su esencia. (8)
El resultado, un agua clara que infundía euforia en todo aquel que la bebía, fue denominado “acqua vitam” (“agua de vida” en latín) primero, y posteriormente recibió el nombre de “agua ardiente” debido a su inflamabilidad.
Y hay más ejemplos: el güisqui se consideraba un medicamento en Inglaterra, y de hecho su nombre proviene del gaélico “uisce beatha”, que de nuevo viene a significar algo parecido a “agua de la vida”.
Según los eruditos de la época, esta bebida sería excelente para el corazón, fabulosa contra la gripe y el resfriado, fantástica para la memoria y un buen remedio contra la ansiedad, así como un gran estímulo para la longevidad. (9)
Hasta aquí un repaso al papel que sin duda han jugado las bebidas fermentadas y alcohólicas en nuestra Historia. Al margen del debate actual, es imprescindible reconocer que han salvado muchas vidas… ¡aunque por supuesto eran otros tiempos!
Fuentes:
Artículos relacionados