Vivimos inmersos en la época de las fake news y de titulares tendenciosos que solo buscan captar la atención.
Y siempre hay mucho en juego, pero todavía más cuando el tema que se trata es la salud.
Grandilocuentes titulares pueden esconder una verdad a medias o conclusiones de estudios no tan inequívocas como parece.
Por eso es crucial saber diferenciar muy bien entre los dos tipos de estudios que existen:
Los primeros, los estudios de observación, son bastante simples. No requieren de un laboratorio, sino que para desarrollarlos solo se necesita un grupo de población, formularios y un software de procesamiento de estadísticas.
En estos casos se pide a los participantes que completen un cuestionario a intervalos regulares (por ejemplo, todos los años). De ese modo se recopila información como su edad, situación personal, dieta, estado de salud, etc.
Dada su simplicidad, permite evaluar a grupos de población enormes (miles o incluso millones de personas).
Y lo lógico es que con los años se vislumbren ciertos cambios:
En cuanto se haya registrado información de varias décadas (este tipo de estudios suelen durar muchísimo), las estadísticas pueden empezar a arrojar resultados interesantes.
Por ejemplo, si se tiene en cuenta a todas las personas que fumaban el primer año de la encuesta… ¿cuántos han desarrollado cáncer de pulmón al cabo de 10 años?
Esto puede dar lugar a conclusiones que se traducen en titulares como: “Fumar hoy está relacionado con un aumento del X% en el riesgo de sufrir cáncer de pulmón en 10 años”.
El problema está en que otros titulares tirarán por la máxima de que “un estudio demuestra que fumar causa cáncer de pulmón”.
Esto también podría parecer correcto, pero no lo es.
El estudio no ha demostrado nada. Al contrario, solo dice que los cigarrillos y el cáncer de pulmón están correlacionados (vinculados), pero no que fumar cause cáncer de pulmón.
La correlación no necesariamente implica causalidad. Y de hecho mezclar ambos conceptos se ha cobrado muchas vidas a lo largo de la Historia.
Sin embargo, cuando uno está predispuesto a creer esas afirmaciones (como sucede por ejemplo en el caso del tabaco, que todos sabemos que es nocivo), va a aceptar más fácilmente ese salto de la correlación a la causalidad.
Veamos otro caso un poco menos evidente.
El Nurses’ Health Study de la universidad estadounidense de Harvard data del año 1976. (1)
Reunió a 121.700 enfermeras de entre 30 y 55 años al comienzo del estudio, a las cuales se les realizaban entrevistas anuales.
Y desde entonces se han lanzado dos grupos de estudio más, una en 1989 y otra en 2010.
Gracias a este estudio, en septiembre de 1991 supimos que “las enfermeras menopáusicas sanas que toman estrógenos tienen un 44% menos de riesgo de sufrir una enfermedad cardíaca”. (2)
¡Nada más y nada menos!
Como resumen de aquellos resultados, muchos medios afirmaron que, lógicamente, “a todas las mujeres menopáusicas les interesa tomar estrógenos”. (3)
Y de hecho algunos médicos parecían dispuestos a empezar a recetar estrógenos a todas las mujeres posmenopáusicas…
Sin embargo, ese resultado era una correlación, no una causalidad.
Para establecer esta última no vale un estudio como el planteado en este caso, sino que se debe aplicar un ensayo controlado aleatorio (o “ensayo clínico”).
Para demostrar que un tratamiento funciona, por ejemplo, hay que realizar un ensayo controlado aleatorio -¡y además obtener unos resultados significativos!-.
Esta fórmula es la base del método científico moderno.
En comparación con un estudio observacional, involucra a menos participantes y dura menos tiempo. Pero también cambia el funcionamiento:
Ni el organizador ni los sujetos sabrán qué grupo recibe qué. De ahí que se denomine “doble ciego”, además de “controlado con placebo”.
Ahora que ha quedado claro el principio de los ensayos clínicos, volvamos al Nurses’ Health Study.
Tras el anuncio de que los estrógenos podrían reducir el riesgo de enfermedad cardíaca en un 44% en las mujeres menopáusicas, se iniciaron varios ensayos clínicos para confirmarlo.
Sin embargo, en el primero, después de 4 años de pruebas en 2.763 mujeres, las hormonas mostraron justamente el efecto contrario. (4)
Es decir, que en lugar de reducir el riesgo de enfermedad cardíaca los estrógenos lo aumentaban en nada menos que ¡un 50%! (5) (6)
Poco después, otro estudio que duró 5 años e implicó a 16.608 mujeres menopáusicas (una cifra enorme para un ensayo aleatorio) demostró que las que toman estrógenos tienen un 30% más riesgo de sufrir enfermedades del corazón (y también ictus). (7)
Es decir, que recetar estrógenos porque sí no solo no conviene, sino que puede entrañar un enorme riesgo.
Pero entonces, ¿cómo se explican los resultados positivos del estudio de observación realizado en Harvard?
La razón más probable es la presencia de “sesgos de confusión”.
Este es un concepto que conocen muy bien los científicos: muchas personas preocupadas por su salud no solo toman el tratamiento que se estudia (los estrógenos, en este caso), sino que además adoptan otras medidas beneficiosas para su salud y que son las que realmente marcan la diferencia en los resultados del estudio.
Eso es lo que sucedió con las participantes de este ensayo, todas ellas enfermeras de profesión.
Estas personas tienen muchas menos probabilidades de fumar, de beber demasiado alcohol o de alimentarse mal. Y por el contrario es muy probable que hagan deporte regularmente, que cuiden su sueño y su descanso, que se vigilen determinados marcadores de salud con mayor frecuencia y que incluso tomen vitaminas.
En ese caso, los buenos hábitos compensan el efecto negativo de cualquier producto que pueda resultar nocivo (en este ejemplo, los estrógenos). Y de hecho no solo lo compensan, sino que incluso pueden revertirlo.
Es precisamente por esta cuestión que los estudios de observación son difíciles de manejar y sus resultados hay que cogerlos siempre “con pinzas”.
Imagine solo por un momento la catástrofe sanitaria que se hubiera desencadenado si a nadie se le hubiera ocurrido comprobar y contrastar esas conclusiones iniciales sobre los estrógenos…
Así que, a partir de ahora, cada vez que vea un titular apoyado en un estudio científico le suscite dudas, no lo dude: lea la letra pequeña antes de dar por bueno lo que afirma.
¡A su salud!
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