Soy perfectamente consciente de que, para algunos, recoger en el campo plantas silvestres para comer es algo totalmente desfasado o más propio de hambrunas, cuando no hay otra cosa que llevarse a la boca.
Sin embargo, si lo analizamos en la escala de la historia de la humanidad, no ha sido sino en una fecha muy reciente cuando hemos comenzado a comer verduras cultivadas.
Y es que de ello hace sólo 4.000 ó 5.000 años, en el caso de Europa Occidental, y 10.000 en el Creciente Fértil (actuales Siria e Irak).
Es decir, que, como especie, en realidad llevamos apenas 5.000 años comiendo vegetales “domesticados”, frente a los 5 millones de años (mil veces más) que hemos pasado comiendo hierbas y plantas silvestres.
Su recolección debería ser por ello uno de nuestros instintos más profundos, ya que para nosotros es una forma de supervivencia. Y sin embargo resulta sorprendente la velocidad a la que hemos perdido cualquier rastro de esa parte indispensable de nuestra historia.
Por eso hoy quiero meterme en el papel de uno de esos profesores de Historia un tanto enojados y hacer una pequeña oda a nuestro pasado, en este caso centrándome en el importantísimo papel que siempre han jugado las plantas silvestres en la alimentación y las farmacopeas. Y también descubrirá algún que otro consejo de lo más práctico para introducir con éxito las plantas silvestres en sus platos.
Póngase cómodo; está a punto de leer un resumen personal y adaptado del libro Cosechas silvestres, del célebre herborista Bernard Bertrand. (1)
Nuestros instintos vitales originales no quedan tan lejos como pensamos.
De hecho, en el caso de las plantas silvestres, hay que decir que hasta mediados del siglo XIX hemos seguido recolectándolas, paralelamente a la agricultura.
Y es que además durante siglos esta última fue arcaica y de rendimientos realmente bajos. No fue sino en el siglo XX cuando se han llegado a cubrir todas las necesidades de ciertas poblaciones (occidentales), encontrándose ahora incluso en sobreproducción en ciertos puntos (Europa, América del Norte…).
Asimismo, a ello hay que sumar que en otro tiempo las catástrofes eran frecuentes; ya fuese a causa de las inclemencias del tiempo, de las guerras o de las enfermedades, con frecuencia los cultivos terminaban siendo destruidos o saqueados.
A lo largo de los siglos el mismo escenario se repetía una y otra vez. Y en cada una de esas ocasiones la población, o al menos una parte de ella, logró sobrevivir hasta la cosecha siguiente gracias a las hierbas y plantas silvestres.
En esos momentos de grandes dificultades el hombre fabricaba harina con diversas cortezas. Y también preparaba sopas de líquenes y de paja.
No es broma.
El célebre agrónomo Parmentier redactó ya en 1771 una primera tesis para prevenir las crisis alimentarias. (2)
El documento se llamaba “Búsqueda de los vegetales alimenticios que en tiempo de escasez podrían reemplazar a los vegetales ordinarios”, y en él se mencionaban tanto las raíces de Aristolochia y Arum (dos géneros de plantas) como la bardana, la fumaria bulbosa, la nueza o nabo del diablo, la mandrágora, la peonía, la bistorta y el ranúnculo bulboso o botón de oro.
Incluso en tiempos de paz al menos una vez al año se daba algún período de escasez debido a los cambios de estación y al proceso natural de cultivo, en particular entre los meses de marzo y abril.
Estos meses eran siempre los peores del año, puesto que las reservas del invierno se han agotado y las primeras cosechas (las primeras cebollas, guisantes, espinacas…) todavía no habían salido.
Además, las variedades tardías de fruta eran escasas, y en ningún caso suficientes para alimentar a familias con frecuencia numerosas que vivían de una pequeña parcela de tierra.
En ese punto del año incluso las reservas de cereales habían tocado ya fondo, por lo que había que hacer un enorme esfuerzo para resistir la tentación de comerse aquellas que servirían para la siembra del próximo año. Y lo mismo sucedía con las legumbres, como por ejemplo las judías.
Por ello en esos casos eran esos “dones de la naturaleza”, las plantas silvestres (gratuitas y totalmente accesibles para cualquiera cuando se sabe dónde buscarlas), las que permitían superar el período de escasez transitoria.
Pero, a pesar de todo esto, desde mediados del siglo XIX ya se observan síntomas de un rechazo a la naturaleza. Fue por aquel entonces cuando la comida silvestre empezó a ser juzgada como “para ser dada a los puercos y a las gallinas”.
En aquella época los animales de granja vivían de las producciones espontáneas, las malas hierbas y los desechos considerados incomibles o incluso mediocres en relación con el producto de los cultivos, fruto del trabajo del campesino y su saber hacer (considerados como “alimentos nobles”).
La achicoria silvestre, las ortigas, los algodoncillos y los dientes de león pasaron a ser usados principalmente para alimentar conejos y engordar patos, ocas y cerdos; raro era el caso de la persona que comía estas plantas por gusto.
Sin embargo, la ruptura total no llegó hasta después de la Segunda Guerra Mundial y, tras ella, el advenimiento de la agricultura científica, química y mecanizada.
Eso supuso el triunfo del ingeniero agrónomo, formado en las altas escuelas para “educar” al campesinado “ignorante” y hacerle entrar en la moderna y gloriosa era de la agroindustria.
Quienes por tradición habían mantenido hasta entonces la costumbre de recolectar plantas silvestres fueron señalados con el dedo, acusados de ser “cultivadores pobres”.
Y por el lado de la medicina la cosa fue todavía peor.
Con la invención del delito de ejercicio ilegal de la medicina y la farmacia, cualquier herborista acostumbrado a utilizar, recomendar o vender hierbas medicinales pasó a estar en el punto de mira en un proceso que se autodenominaba de “limpieza”.
Las afirmaciones como “será que son incapaces de sacarse el título de médicos” se convirtieron en un lugar común. Y de ahí a los sobreentendidos había sólo un paso, por lo que pronto se generalizó la idea de que las plantas medicinales no servían para nada.
Cuando las plantas de esos períodos difíciles pasaron a ser consideradas malas hierbas, se justificó una caza indiscriminada contra la maleza, que se saldó con un dramático final: el uso irreflexivo de herbicidas.
Hicieron falta años de envenenamiento del agua y de las capas freáticas, de erosión de los suelos y de desaparición de especies de abejas, mariquitas y caracoles para que la población empezase a plantearse ciertas cuestiones y terminase por comprender que, quizá, una tragedia silenciosa se gestaba bajo sus pies.
A fuerza de consumir alimentos insípidos, cargados de veneno y metales pesados, y de constatar cánceres y enfermedades autoinmunes y neurodegenerativas (como el párkinson, la esclerosis múltiple o el alzhéimer), muchos ciudadanos comprendieron que ellos no tenían por qué pagar el pato.
Y fue entonces cuando tuvo lugar un incontestable renacer del entusiasmo por el saber etnobotánico y etnofarmacéutico.
En definitiva, fue un sobresalto en la conciencia ciudadana lo que provocó un refuerzo inesperado del interés por las disciplinas denominadas “suaves”, que parecían no hace tanto tiempo condenadas a desaparecer.
A día de hoy los adeptos de la cocina silvestre son muy numerosos, e incluso cada vez se pueden encontrar cursos más y más avanzados.
Ejemplo de ello en nuestro país son los cursos y simposios organizados por el reputado Basque Culinary Center de San Sebastián, centrados en el papel de las plantas silvestres en la nueva gastronomía.
Existen asimismo multitud de innovadores restaurantes en los que las plantas silvestres se han convertido en protagonistas: desde La Botica de Matapozuelos de Miguel Ángel de la Cruz (no en vano cocido como el “chef recolector”) hasta El Invernadero de Rodrigo de la Calle, reconocido por sus investigaciones en el campo de la gastrobotánica. Y eso por mencionar sólo algunos ejemplos.
Pero también hay organizaciones como Gastronomía Activa y asociaciones naturalistas como El Rincón Silvestre o ambientalistas como Hyla, entre otras muchas iniciativas, que organizan talleres prácticos para acercar al ciudadano de a pie el mundo de las plantas comestibles y enseñarle cómo incorporarlas a sus platos.
Consumir plantas silvestres es una tendencia al alza también fuera de nuestras fronteras. Basta con frecuentar los mercados locales de ciertos países mediterráneos, ya llegada la primavera, para darse cuenta de que muchos son los que se abastecen regularmente con plantas silvestres (tanto para cocinar como para preparar en ensalada).
Se ve, por ejemplo, en Córcega, un regreso a la sopa de hierbas típicas de la zona, presente en la actualidad en numerosos stands de fiestas locales. Su principio es simple: a las leguminosas cultivadas y secas (habas, judías…) se les añade una buena variedad de plantas silvestres (borraja, menta acuática, llantén, verdolaga, pamplina, pata de gallo, artemisa, acelga silvestre, acedera, ortiga blanca…).
Y no hay recetas únicas, se utiliza siempre lo que se tiene a mano, lo que hace del “oportunismo” casi la única regla que impera.
Además, no hay que olvidar que el mundo no se limita a Occidente, al igual que nuestra historia no se corresponde con la del resto de países.
Así, en lugares como Polonia, Rumanía, Ucrania o Rusia la recolecta silvestre sigue formando parte del día a día de la población rural, y no solamente en el caso de arándanos, frambuesas y setas.
De igual modo, en la mayor parte del continente africano, como también sucede con los últimos pueblos que sobreviven en las escasas reservas de la Amazonia, Borneo u Oceanía, la explotación de los recursos naturales, gratuitos y renovables, sigue siendo la base de su modo de vida.
El problema, como siempre, es que todo lo que es gratuito parece condenado a desaparecer. Y los dientes de león que crecen libremente en el césped, como comprenderá, no se encuentran sometidos a ningún canon alimentario ni impuesto sobre el valor añadido (ya sabe, el famoso IVA). De ahí que el regreso de las plantas silvestres choque con los intereses de los más grandes gerifaltes de la industria agroalimentaria.
Preparar una sopa de ortigas o una torta de acelgas silvestres, al igual que comer espárragos o puerros silvestres, no es sólo saborear el placer, sino también reivindicar y ejercer el derecho a alimentarse como uno cree.
Es, a mi entender, una forma de resistencia frente al consumismo masivo que trata de imponerse como única regla de intercambio posible entre los miembros de una comunidad.
Las plantas silvestres, usadas desde hace milenios tanto para sanar como para alimentar, son capaces de satisfacer a aquellos que huyen de la generalización de hábitos alimentarios estandarizados y universalizados, cuya caricatura es la comida rápida.
Por ello reconquistar al menos en parte nuestra autonomía constituye una burbuja de libertad individual apreciada por un número de personas cada vez mayor.
La recolecta de hierbas y plantas silvestres también puede verse como una búsqueda de sabores, olores y texturas más ricas, variadas e interesantes que las de los productos con frecuencia insípidos, demasiado salados o azucarados y llenos de químicos de nuestros supermercados.
Y es que estas “malas hierbas” ofrecen nuevos caminos, totalmente originales, para sorprender tanto a nuestro propio paladar como al de quien se sienta con nosotros a la mesa.
Estos podrían considerarse los principales, si bien existen multitud de sabores secundarios (salado, ajado, anisado, mentolado…) y con frecuencia unos y otros se combinan. Todo se basa en el arte culinario de equilibrar los sabores para disfrutar mejor de ellos.
De forma general, las plantas silvestres son ricas en principios activos y nutritivos. Así, la col rizada de mar, ancestro de nuestras coles cultivadas, es más rica en vitamina C que la col rizada.
Asimismo, las coles cultivadas sin cabeza, genéticamente más próximas a las especies silvestres, tienen dos veces más magnesio que el repollo y entre tres y cuatro veces más vitamina C.
Por su parte, las hojas de malva, consuelda, amaranto o pata de gallo, abundantes en nuestros jardines, son fácilmente consideradas como espinacas silvestres, ya que pueden consumirme de la misma forma que éstas, en elaboraciones similares. No obstante, contienen entre 3 y 4 veces más proteínas que las espinacas cultivadas.
La onagra, la lampaza, el vinagrillo y el llantén son entre tres y seis veces más ricos en calcio que los guisantes, las lentejas o las judías verdes. Y, para continuar desmintiendo clichés, recordemos que la ortiga, el amaranto, la malva y la cola de caballo contienen de dos a tres veces más hierro asimilable que las espinacas.
Las hojas deben ser jóvenes y tiernas, las raíces las de ese año y las frutas estar bien maduras. Por lo general, la planta que recolectemos no debe tener mal aspecto ni estar marchita o estropeada.
Durante la primavera podrá encontrar espontáneamente y prácticamente en cualquier jardín casi todo el plantel de órganos comestibles de las plantas: hojas, flores, frutos, raíces, tubérculos…
No obstante, más allá de un interés superficial, para conocer realmente a las plantas silvestres, alimentarias y medicinales es necesario invertir un mínimo de tiempo y de atención.
Sé que las palabras “esfuerzo” y “dedicación” son el antónimo de la mentalidad actual, del “ya” y del “ahora mismo”. Pero es que en este caso es indispensable saber escuchar, permanecer atento e ir acompañado de un “maestro” competente.
Hay que leer, estudiar y practicar. Salir a la naturaleza y hacer un poco de ejercicio mental, de observación y de paciencia. Aprendiendo -y esto es absolutamente imprescindible- a distinguir las plantas comestibles o medicinales de todas las especies que se les parecen, que incluso podrían llegar a confundirse con ellas… pero en realidad son tóxicas.
Créame que pocas cosas hay más apasionantes y útiles que descubrir el mundo de las infinitas posibilidades de las plantas comestibles y medicinales. ¡Reconozco que son mi debilidad!
Fuentes:
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