Demasiadas veces, en todos los lugares del mundo, protestas que deberían ser pacíficas se tornan violentas.
Lo vimos hace unas semanas en nuestro país en los enfrentamientos entre taxistas y conductores de Uber. En las protestas independentistas en Cataluña. En el madrileño barrio de Lavapiés tras la muerte de un mantero.
Y lo hemos visto con una violencia inusitada en las protestas de los chalecos amarillos en Francia.
Este movimiento ciudadano surgió contra el alza de impuestos al diésel y por eso los manifestantes protestaban vestidos con chalecos de color amarillo fluorescente, la prenda que es obligatorio ponerse al bajarse del coche en la carretera.
El movimiento se fue ampliando, fortaleciendo, añadiendo nuevos objetivos y mucha más violencia en las calles. Coches incendiados, comercios e incluso algunas viviendas saqueadas, escaparates rotos, mobiliario urbano destrozado… Cuatro sábados de protestas que convirtieron las calles de muchas ciudades, sobre todo de París, en escenario de escenas dantescas de violencia, vandalismo y destrucción que se zanjaron con X detenidos, X heridos, X fallecidos y muchos millones de euros en daños.
Creo que nunca había hablado hasta ahora de la ira, ese sentimiento que está detrás de todos estos sucesos, así que hoy me gustaría dedicar mi texto a esta emoción. Que no siempre es mala, al contrario.
“Deja de enfadarte”, nos decían nuestros padres.
Y tenían razón, ya que los pequeños deben aprender a dominarse, a no creer que tirarse al suelo gritando es la manera correcta de conseguir lo que quieren.
Pero a veces la ira es útil; una vía de escape ante las injusticias, el egoísmo o la maldad.
Contener la ira demasiado tiempo es lo peligroso. Peligroso para uno mismo, porque se va acumulando un rencor que en cualquier momento puede resurgir, y peligroso para los demás, porque puede aflorar en el peor momento, y no siempre en la forma más adecuada.
La ira es una emoción que elimina el miedo, algo que a veces es necesario, y confiere valor.
Permite al pequeño enfrentarse al grande que ha abusado de él. En condiciones normales debería tener miedo. Pero no, la afrenta es demasiado grande, ¡así se rebela! ¡Y gana!
Porque la ira multiplica la fuerza. Provoca descargas de adrenalina que aumentan la fuerza física, la resistencia y anestesian el dolor.
Cuando una persona se encuentra rabiosa, que es el estado más extremo de la ira, los sentidos se agudizan. La sensación de dolor desaparece provisionalmente. En ese estado una persona puede herirse o quemarse y no sentir nada en ese momento.
Esto permite logros sobrehumanos.
En los deportes de combate (como el boxeo), muchos luchadores insultan a sus oponentes antes de subir al cuadrilátero. Su objetivo es desencadenar que también el contrario les insulte, lo que alimenta su cólera. Su potencia física se incrementaría entonces en un 60% gracias a la ira.
El problema está en que la ira no siempre se dirige contra su auténtica causa.
Así, un padre de familia que es constantemente humillado en el trabajo puede desarrollar una frustración que desahogará montando en cólera a la mínima ocasión contra su mujer o sus hijos.
Una persona que haya sufrido mucho durante su infancia podrá volverse excesivamente susceptible y volverse iracunda ante el mínimo comentario negativo en la edad adulta.
“El inconsciente -decía Freud- no conoce el tiempo, y nuestros sufrimientos pasados no resueltos se mantienen siempre activos”.
Para evitar que los sufrimientos pasados provoquen accesos de cólera descontrolados, hay que buscar en el fondo de uno mismo los problemas que dormitan desde hace años. Poner el dedo ahí donde hace daño. Tomar conciencia de lo que mantenemos oculto, atrevernos a contemplarlo y a hablar de ello para disminuir el sufrimiento.
La ira también puede servir de pretexto, de tapadera, para motivaciones oscuras.
Una pareja que tiene un puesto en un mercadillo de antigüedades de París exhibe desde hace años pequeños tesoros en su mostrador ambulante: copas de cristal antiguo, cubiertos de esmalte, bonitas vidrieras antiguas, pequeños muebles de marquetería…
Uno de los días de la manifestación de los chalecos amarillos habían dispuesto su mostrador como de costumbre, con una quincena de compañeros, en la acera de la avenida de la Grande-Armée, al otro lado del Arco de Triunfo.
Pensaban que los manifestantes se quedarían en los Campos Elíseos. Que serían pacíficos. Que estaban enfadados con el gobierno, no con honrados trabajadores como ellos, que se levantan cada día a las 5 de la mañana.
De repente, hordas de jóvenes cayeron sobre ellos. Lo tiraron, rompieron y quemaron todo. No estaban ahí para protestar, sino para destruir.
No hacían distinciones entre un coche, una parada de autobús, una moto o una vidriera medieval irreemplazable.
Para no encolerizarlos aún más, la policía les dejó hacer.
Incluso escalaron un inmueble para penetrar en un apartamento del primer piso, que devastaron, tirando los muebles por las ventanas.
Nadie les paró. No se habló de ello en televisión. Esa pareja de pequeños anticuarios lo perdió todo.
Puede que piense que todo el mundo reprueba el exceso de ira, pero lo que en realidad ocurre más a menudo es justo lo contrario, que se sea demasiado benevolente ante las manifestaciones de violencia (sobre todo sobre las cosas), justificando sus motivaciones.
Los psicólogos hablan de “exceso de agradabilidad”.
La agradabilidad es el deseo de cooperación y armonía social. Es el rasgo característico que nos empuja a ser amigables, considerados, generosos y dispuestos a transigir para conciliar nuestros intereses con los de los demás.
Todo ello parece positivo.
El problema está en que, a fuerza de adaptarse a lo que conviene a los demás, las personas demasiado benevolentes con las posiciones de los otros terminan por no tener voluntad propia. Todo lo que hacen al final solo persigue agradar a los demás. Y pronto se dan cuenta de que les pasan por encima, de que abusan de ellos. Y van acumulando un rencor que los vuelve desgraciados.
La solución pasa por aprender a afirmarse. Hacer gala de cierta asertividad, como dicen los psicólogos. Esto quiere decir aprender a negociar en favor de sí mismos y no solo en favor de los demás.
Pero para estar en una posición de fuerza en la negociación, hay que atreverse a mostrar los límites y a mantenerse firmes, a dejar intuir a la otra parte que usted podría enfadarse o incluso encolerizarse si se exceden.
He aquí algunas herramientas eficaces para desahogar correctamente la ira.
Todas las opiniones son legítimas. Lo importante para cada uno es evaluar correctamente lo que está dispuesto a aguantar, sin consumirse en el resentimiento, y atreverse a actuar para poner fin a una situación que le resulta insoportable.
Imágen:
Wikipedia
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