Ante la epidemia de sobrepeso, hipertensión y diabetes que vivimos en nuestros días estamos desarrollando una especie de “fobia” hacia los productos demasiado calóricos.
El problema, como lamentan muchas personas a régimen, es que parece que “todo lo que está bueno está prohibido”.
A la gente le encantan las bebidas azucaradas, las patatas fritas, los caramelos, los pastelitos de chocolate, los bollos y cremas llenas de aceite y mantequilla… ¡Precisamente los productos que les prohíben los médicos!
Pues bien, la industria agroalimentaria no ha tardado en escuchar ese mensaje… ni en aprovechar la oportunidad de ganar cuota de mercado.
Arranca así entonces el trabajo de los ingenieros químicos contratados para inventar alimentos que tengan sabor azucarado sin contener azúcar, o textura grasa sin poseer grasa.
Este desafío, que habría parecido impensable 50 años atrás, ya ha sido superado, ¡y en tiempo récord! Los productos “0% de materia grasa” y “0 calorías” ya han invadido los estantes de los supermercados… ¡para nuestra desgracia!
Los que ya peinan algunas canas seguro que se acuerdan de la “historia” de la margarina, un caso totalmente vergonzante dentro del mundo de la nutrición.
Los primeros pasos de la margarina se remontan a la época de Napoleón III, quien puso en marcha un concurso para buscar un “cuerpo graso similar a la mantequilla, pero de precio inferior y apto para ser conservado durante un largo período sin alterarse y manteniendo su valor nutritivo”.
Fue un farmacéutico, Mège-Mouriès, el que consiguió fabricar la primera margarina realizando una emulsión blanca con grasa de res, fraccionada con leche y agua. Después registró la patente y puso en marcha su comercialización a gran escala.
Pero pronto se vio obligado a hacer frente a las críticas de gourmets como Catherine de Bonnechère, que ya hace un siglo, en su obra La cocina del siglo (1895), denunciaba: (1)
“La oleomargarina es una mantequilla artificial producida por la grasa o sebo de res molida y después calentada. […] El público se ve absolutamente perjudicado, ya que se emplean sebos viejos y de mala calidad a los que se añaden aceites peligrosos. […] Convendría proteger al agricultor y al consumidor empleando un colorante que permita distinguir perfectamente la margarina de la mantequilla. Pero los comerciantes al por mayor se niegan a seguir este procedimiento, ya que limitaría el fraude que se comete. La buena mantequilla es indispensable en la buena cocina, y hay que protegerla tanto como sea posible contra las falsificaciones”.
Llegó a proponerse incluso el uso de un pequeño aparato portátil, llamado “verificador de mantequilla”, con el fin de distinguir la verdadera mantequilla de las margarinas.
Desgraciadamente las críticas no sólo no fueron oídas, sino que la industria “perfeccionó” la fabricación de la margarina (entiéndase: se redujeron todavía más sus costes), reemplazando la grasa animal por aceites vegetales baratos.
Así se inventó, de hecho, el procedimiento de “hidrogenación” de los aceites.
Las ventajas de este nuevo tipo de margarina parecían muchas: en primer lugar, era más práctica porque seguía estando blanda incluso en la nevera (podía extenderse sobre las tostadas sin tener que esperar); en segundo lugar, era más económica, ya que estaba hecha con aceites vegetales de escasa calidad.
Finalmente, y esto es lo peor de todo, los nutricionistas supusieron en su momento que los ácidos grasos trans artificiales eran mejores para la salud que los usados anteriormente. No equivalentes, sino directamente mejores.
Es decir, que después de miles de años de consumo de grasas animales el ser humano se dio cuenta de pronto de que había cometido un error y que había que abandonar con la máxima urgencia los productos naturales y consumir grasas sintéticas…
A pesar de que se trataba de un engaño, esta creencia terminó expandiéndose por completo. Todavía en los años 80 del siglo pasado la mayoría de amas de casa creían que estaban protegiendo a sus familias al reemplazar la mantequilla por margarina atiborrada de ácidos grasos trans.
Hubo que esperar a que se diesen los primeros movimientos en contra de las grasas trans artificiales para que empezásemos a oír a los nutricionistas denunciándolas. Finalmente se supo -aunque hizo falta un siglo entero para ello- que provocan cáncer e infartos. (2)
Hoy día la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la American Heart Association recomiendan disminuir el aporte de grasas trans al 1% del aporte energético total (unos 2 g/día para una dieta media de 2000 kcal). (3)
Sin embargo, en Europa la EFSA no es tan explícita y sólo recomienda disminuir su consumo “tanto como sea posible”. Este consejo tan vago da como resultado políticas muy dispares entre los distintos países de la Unión Europea. (4)
Los países nórdicos fueron los primeros en incorporar una normativa específica para las grasas trans. Ya desde 2003 en Dinamarca está limitado el aporte de estas grasas a un máximo del 2% del total de grasa en todos los alimentos del mercado, incluyendo los alimentos importados, medida que ha contribuido a un descenso de cerca del 60% en la incidencia de las enfermedades cardiovasculares en el país. (5)
Aunque Dinamarca fue el primero, no es el único país que ha adoptado contundentes medidas contra el consumo de grasas trans. Austria, Islandia, Suecia, Suiza, Argentina y Estados Unidos son otros ejemplos.
En España, sin embargo, a pesar de que el Ministerio de Sanidad reconoce que el consumo de grasas trans -incluso a niveles bajos- se asocia con un incremento del riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, se sigue dejando la cuestión en manos del “buen hacer de la industria”.
Es decir, no existe en la actualidad en nuestro país la obligación de limitar el contenido de grasas trans en los alimentos, ni tampoco de incluir referencias sobre su contenido en el etiquetado.
El principal motivo por el que algunas empresas continúan empleando las grasas trans es su bajo coste económico. Precisamente una de las justificaciones más oídas para no poner coto a las grasas trans es la dificultad y el coste de eliminarlas de los procesos de producción. Sin embargo, un estudio demostró que en los países europeos en los que se habían tomado medidas de este tipo la adaptación de los fabricantes fue fácil, sencilla y tuvo un coste mínimo. (6)
Pero la verdad es que los productos con grasas trans no son los únicos cuestionables.
Todos los productos que contienen grasa hoy se ofrecen en el supermercado en una “versión light” o “0%”.
Pero parémonos un momento en este punto: ¿qué significa light?
Para que un alimento pueda declararse light su valor energético debe ser reducido, como mínimo en un 30% del alimento de referencia e indicando la característica que ha provocado la reducción de ese valor energético. (7)
Por otro lado, un producto 0% puede ser “0% en materia grasa” o “0% en azúcares”, en cuyo caso no significa que no aporte grasas o que no tenga calorías (y es posible que en abundancia).
El problema es que es la grasa la que da una textura untuosa a los productos. Si se elimina de una receta, lo que queda es poco más que una especie de cartón.
Es por ello que la industria agroalimentaria se vio obligada a desarrollar nuevas técnicas para mejorar la textura de sus productos light, hasta que descubrió uno de los mejores trucos de su historia reciente: reemplazar la materia grasa por harinas o almidón (maicena, por ejemplo), para que sirvan de espesante.
Como bien saben los lectores de Tener S@lud, el almidón es un azúcar que tarda lo mismo en transformarse en glucosa en su estómago (¡o incluso menos tiempo!) que unos terrones de azúcar que usted se coma directamente.
De hecho, aunque no tiene sabor dulce, el almidón no es más que una simple cadena de átomos de glucosa que comienza a descomponerse en el mismo momento en que entra en contacto con la saliva -por el efecto de una enzima, la amilasa salivar-.
Si usted quiere adelgazar debe evitar a toda costa los alimentos de alta carga glucémica, y por tanto también todos los productos light o 0% en materia grasa enriquecidos en harina o almidón, que son azúcares con índices glucémicos elevados.
Además, a muchos de los productos bajos en grasa se les suelen añadir también numerosos aditivos artificiales para enmascarar la falta de sabor (potenciadores de sabor, colorantes…), así como enormes cantidades de sal y azúcar.
En definitiva, no por ser bajo en grasa un producto resulta más saludable. De hecho, en la mayoría de los casos sucede ¡todo lo contrario!
No caiga en la ilusión de que puede comer sano sustituyendo simplemente los productos grasos por los mismos productos en su versión light o 0%.
Para controlar de verdad su peso lo que necesita es reaprender desde cero el conjunto de sus hábitos alimentarios y de vida.
Lea regularmente Tener S@lud. Aunque en principio piense que no va a poner en práctica alguno de nuestros consejos, tenga la seguridad de que estos van influyendo positivamente en sus elecciones en el día a día.
Un estudio canadiense ha demostrado que el simple hecho de leer informaciones sobre salud hace que se tomen mejores decisiones, incluso sin darse cuenta, simplemente por haber tomado conciencia de los problemas.
Fuentes:
Artículos relacionados
En casa estamos a dieta y la nutricionista nos recomienda una serie de productos 0% y laig, vamos bajando peso y por ahora nuestra salud va bien. Nos hemos hecho analíticas y están bien.