En la década de 1980, las autoridades sanitarias estadounidenses aconsejaban consumir menos alimentos con altas tasas de colesterol para evitar enfermedades cardiovasculares. Proponían así aumentar la cantidad de cereales y aceites vegetales y reducir el aporte de carne roja y huevos enteros, importantes fuentes de colesterol. En esta lucha contra las materias grasas, los fabricantes sustituyeron los lípidos de sus productos por azúcar para que los consumidores notaran el mismo sabor. Pero al hacerlo modificaron profundamente la alimentación del conjunto de la población, en la que ha aumentado peligrosamente el consumo de azúcar.
Después de veinte años de estudios científicos y controversias, la comunidad científica coincide en afirmar que comer alimentos ricos en colesterol no aumenta la tasa de colesterol sanguíneo ni el riesgo de enfermedades cardiovasculares(1).
En consecuencia, las autoridades estadounidenses de salud pública han publicado nuevos consejos alimentarios a escala nacional. Ya no desaconsejan comer alimentos ricos en colesterol (sesos, huevos, etc.) y recomiendan sobre todo reducir de manera drástica los aportes de azúcar de los zumos de fruta, refrescos, bollería y galletas.
Si el sentido común se hubiese aplicado antes, se habrían evitado los perjuicios para la salud e incluso el fallecimiento de miles de personas que abandonaron una dieta sana a base de alimentos naturales y la cambiaron por una alimentación rica en cereales, margarinas industriales y productos azucarados.
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