Hace unos años estuvo circulando por internet un vídeo que afirmaba que los nuggets de pollo de McDonald’s se elaboraban a partir de una pasta rosa y pegajosa parecida a las nubes de golosina que se hacía con entrañas, cartílago, tendones y otros desechos del pollo.
En realidad se trataba de un bulo, de una de tantas noticias falsas que se vuelven virales en internet.
Lo cierto es que unos periodistas pudieron entrar en las fábricas de nuggets de McDonald’s y comprobaron que seguían un correcto proceso de elaboración a partir de pechugas de pollo.
Se troceaban y condimentaban las pechugas y posteriormente se mezclaban con la piel del ave. Por último, se les daba forma con cuatro moldes diferentes (forma de hueso, pelota, bota y campana) para acabar rebozadas en dos capas de pan rallado.
Este proceso de elaboración en sí no tendría por qué resultar desagradable. De hecho, la piel de pollo se come y a mucha gente le encanta.
No obstante, no es eso lo que sucede en todos los casos. Hay elaboraciones que sí son de lo más repulsivas, como sucede con la mayoría de las salchichas industriales (¡absténganse estómagos delicados!).
Además, aunque la elaboración de los nuggets no tenga nada reprochable, lo que la historia no cuenta es de dónde proceden los pollos que se utilizan para elaborarlos. Cómo se crían, cómo se alimentan.
Y lo peor es que nadie tiene ningún interés en saberlo; les da exactamente igual.
De los numerosos periodistas que han investigado los nuggets, hasta donde yo sé ninguno ha planteado jamás esa pregunta, lo cual demuestra una vez más que vivimos en una época de oscurantismo poco vista antes en la historia.
La omnipresencia de ordenadores a nuestro alrededor nos da la impresión de estar viviendo una época de triunfo de la ciencia y la razón.
Nos burlamos de nuestros antepasados, a quienes imaginamos ingenuos, crédulos y sumidos en supersticiones e ignorancia, mientras que nosotros nos consideramos objetivos e ilustrados.
Yo no viví en la Edad Media, pero está claro que entonces nadie le daba a sus pollos, vacas o corderos alimentos desnaturalizados, harinas hechas a partir de otros animales o piensos o soja transgénica, sino verdaderos alimentos. Y hoy, que creemos estar a años luz de aquella época, es con lo que los alimentamos, engañándonos a nosotros mismos, como si no pasara nada por cometer semejantes aberraciones.
Hoy la gente no se para a pensar que ha pasado con esos animales antes de que ellos se los coman. Aceptan comer carne y productos animales cuando no tienen ni la menor idea de quién los ha alimentado y con qué.
Y eso aun cuando es muy probable que la carne o el pescado de los platos precocinados proceda de países en vías de desarrollo con unos procesos de fabricación en los que la calidad es lo último de lo que se preocupa el productor.
Aunque dicho productor quisiera hacer las cosas bien, no podría. Seleccionar una alimentación de calidad para sus animales incrementaría sus costes y daría lugar, en la práctica, a quedar excluido del mercado agroalimentario internacional.
Estos productos son importados por empresas de trading (comercialización) repartidas por toda Europa que les solicitan que hagan la entrega directamente en la fábrica de sus clientes, y que jamás ven la mercancía real. Los intermediarios se mueven en lo ficticio y lo virtual.
Su principal objetivo es de tipo económico. Pueden hacer competir entre sí a miles de productores de todo el mundo; por tanto, la presión para reducir aún más sus costes es máxima, lo que pasa necesariamente por una peor alimentación del animal, puesto que la alimentación es la principal partida de gasto.
Los productores, a su vez, tratarán de encontrar alimentos capaces de engordar cuanto más mejor a los animales a un precio cuanto más bajo mejor, sin importar el estado de salud con el que llegan al matadero.
Lo malo es que todo eso llega luego a los lineales del supermercado por donde desfilan consumidores empujando un carrito, los cuales dedicarán menos de 10 segundos a estudiar la etiqueta de lo que están comprando, eso si es que se molestan en leerla.
Su decisión de compra viene dictada antes que nada por la publicidad que han visto en televisión, y por el precio del producto en la tienda. Y las marcas ya se encargan de hacer todo lo posible para que los consumidores nunca lleguen a asociar las marranadas que se utilizan para alimentar a los animales con las enfermedades graves que esos propios consumidores sufren después de años de consumo, desde cáncer a depresión pasando por diabetes, artrosis y alzhéimer.
Pero, como es evidente, la realidad es que no hay magia que valga.
Si el animal ha recibido medicamentos, hormonas, antibióticos u organismos modificados genéticamente (OMGs); si le han alimentado con harinas animales y soja transgénica y si ha bebido agua contaminada por metales pesados, todo eso se lo encontrará usted en el plato.
Y por supuesto que nada de esto jamás se ve a simple vista. Incluso al probarlo es difícil detectarlo, incluso en según qué casos imposible.
Y cuando usted consume carne, leche o huevos procedentes de un animal que ha sido alimentado de esta forma, todas estas sustancias se acumularán en su cuerpo, dentro de sus propios órganos. Y en las mujeres embarazadas, las toxinas pasan al feto.
Pero la gente hace como que no se entera. Los propios médicos, que se ven obligados a tratar a un paciente tras otro, no pueden dedicar el tiempo suficiente a sentar las bases de una educación en materia de nutrición.
Nos comportamos como si las autoridades sanitarias se ocuparan de todo por nosotros, impidiendo la comercialización de productos que son perjudiciales para la salud. Sin embargo, estamos viendo que, por otro lado, fracasan estrepitosamente en su labor, puesto que se ha producido un avance vertiginoso de enfermedades provocadas por la comida basura y del número de obesos en las calles.
Pero en el fondo, reconozcámoslo, compartimos una tremenda mala conciencia colectiva con respecto a nuestra alimentación.
Todos intuimos que no puede ser normal que un producto tan procesado como los nuggets de pollo cueste menos, por kilo, que el pollo en sí.
Pero nos hemos vuelto esclavos de nuestro absurdo sistema de valores que quiere que uno no se sienta integrado y a gusto en su época si no posee montones de gadgets inútiles, sin importar que para ello tenga que reducir continuamente el presupuesto dedicado a la alimentación.
En los países en vías de desarrollo, la alimentación siempre representa la mayor parte del presupuesto. Eso mismo ocurría en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial.
Pero en nuestro caso, como por arte de magia, la parte dedicada a la alimentación lleva 50 años disminuyendo hasta el punto de que hoy en día en nuestro país no representa más que el 14,6% del gasto total familiar en los hogares, según los últimos datos oficiales. (2).
En realidad, no se trata de magia.
La gente sencillamente ha decidido, más o menos de forma voluntaria y en cualquier caso influida por la comercialización masiva, adquirir productos de ocio y objetos que no tenía antes reduciendo para ello la parte dedicada a comida dentro de su presupuesto total.
En los años 60 y 70, las frutas y verduras, la carne y el pescado, los huevos y el queso empezaron a perder sabor.
Los 80 fueron los años en los que los alimentos perdieron también su textura: aparecieron tomates, melocotones y albaricoques duros como piedras que podían seguir intactos durante semanas sin llegar nunca a madurar de verdad o pasando directamente de la fase “verde” a la fase “podrido”.
A pesar de los intentos desesperados de algunos activistas de los productos orgánicos adelantados a su tiempo, el movimiento se aceleró en los años 90.
En lugar de exigir el regreso de los alimentos de verdad sanos y naturales, la inmensa mayoría de la población encontró una “solución” para la carencia de “buen sabor” de los alimentos, decantándose por alimentos industriales altamente transformados: patatas fritas, galletas, comida congelada, conservas, helados, caramelos, bombones y bebidas azucaradas.
Sólo algunas personas mayores han seguido conservando sus huertos, en el campo, o simplemente invirtiendo tiempo en cocinar mientras las masas se lanzan sobre los platos preparados y la comida rápida.
Los fabricantes se anticiparon a este movimiento introduciendo sin cesar nuevos productos alimentarios, jamás vistos antes, elaborados a partir de harinas refinadas y empobrecidas, grasas cocidas de mala calidad, azúcar, sal y aromas artificiales.
Para hacérselos atractivos a los consumidores se basan en ocasiones en recetas antiguas y cultivan a través del packaging (envase) una imagen falsa de elaboración artesanal (no hay más que ver cómo los alimentos industriales usan las palabras “artesano”, “casero” ó “100% natural” como recurso publicitario). Esta evolución materializó el aumento de la cantidad de azúcar que se consumía en la alimentación con la consiguiente aparición, en apenas unos años, de entre un 40 y un 50% de adultos con sobrepeso u obesos y de unos efectos especialmente dramáticos en los niños y adolescentes, que empezaron a sufrir diabetes tipo 2, una enfermedad que en los años 80 sólo afectaba a los jóvenes en contadas ocasiones.
Se desarrolló una industria gigante dedicada en exclusiva a producir aromas alimenticios. Su objetivo: engañar los sentidos de los consumidores. Darles la sensación de que siguen comiendo frambuesa cuando en lo que comen no hay nada de frambuesa, o que están saboreando un pollo asado como los de antes cuando ya sólo quedan aves enfermas que se mantienen vivas de forma artificial a base de antibióticos.
Más importante aún que la industria de los aromas y conservantes ha sido el triunfo del marketing, que ha tenido como objetivo prioritario a los niños, los cuales no disponen de medios psicológicos para defenderse.
Hoy en día la publicidad engañosa les incita de una manera totalmente traicionera a darse atracones de golosinas que se les ofrecen como la llave para tener una vida feliz, llena de alegría y diversión.
En los anuncios de los famosos huevos de chocolate, por ejemplo, que se emiten en medio de las series de dibujos animados, se suele ver a familias perfectas jugando y riendo juntos, compartiendo la escena con un personaje con forma de huevo.
Estos mensajes por supuesto que conquistan a los niños que lo escuchan, a quienes les entran unas ganas tremendas de comerse ellos también esos huevos de chocolate que parecen traer tanta felicidad a las familias.
Millones de años de evolución nos han programado desde el punto de vista biológico para buscar azúcar. Pero hacerles creer además que comerse esas chocolatinas les permitirá jugar felizmente en familia cuando en realidad están, puede que desde hace unas cuantas horas, tirados en el sofá, con actitud pasiva y solos me parece de una gran falta de ética.
¿Se está invirtiendo esta tendencia gracias a la moda de lo orgánico, la defensa del medio ambiente y el resurgimiento de lo “natural” dentro de las preocupaciones de la gente?
Déjeme que lo ponga en duda. Algunos consumidores afortunadamente cada vez están más concienciados con la nutrición y su influencia en la salud, pero para muchos otros no es más que una moda más, otra forma de consumo, en este caso lo saludable, lo verde, lo healthy.
Hace unas décadas la gran ambición de las familias era comprarse un coche, después una televisión, y a partir de ese momento se entró en una vorágine consumista a la que siguieron las videoconsolas y los smartphone. Ahora que cualquiera tiene un smartphone, todo el mundo siente la necesidad de renovarlo cada año, y ahora lo que quiere es tener un dron. Y en la cartera ya no nos queda dinero para comprar comida de calidad y tenemos todavía menos tiempo para ocuparnos del huerto o hasta para cocinar.
No nos resignemos a seguir sin más la corriente.
Que todo esto no nos impida seguir dirigiendo la mirada hacia la tierra para contemplar las maravillas de las plantas, así como levantando la vista hacia la majestuosidad de esos árboles enormes que continuarán, eternamente, ofreciéndonos todo su esplendor.
Fuentes:
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Los temas son interesantes pero algo extensos, a veces no se dispone de tanto tiempo para leerlos.
Lo bueno si es breve dos veces bueno.
Magnífico artículo, bien elaborado. Expresa la realidad actual de la sociedad en que vivimos.
Una sociedad en la que prima cada vez más la mal llamada cultura del OCIO, y la de VIVIR AL DIA, dejando de lado la cultura de la alimentación, del bienestar y del desarrollo personal.
Enhorabuena.
Muy certero con un bello final. Muchas gracias.
Hola M. Carme,
estic subscrita aquesta pàgina i es molt interessant. És gratuïta.
Una abraçada,
Cuánta razón tienen!!. Los que estamos ya introducidos desde hace años en lo natural lo podemos entender pero las personas que viven a ciegas siguiendo a las masas, los anuncios, etc… Nos califican de paranoicos y opinan que no es para tanto y que no hay que fijarse en esas cosas, según ellos: si te fijas, no vives.
Gracias por todos vuestros artículos, soy una fiel seguidora.
Básicamente estoy de acuerdo con lo expresado en el artículo. En una cosa discrepo: La alimentación que recibían los pollos y gallinas en la Edad Media lo desconozco pero tengo claro que no era de «calidad». No podían serlo. El alimento de calidad tenía que comérselo su dueño por lógica y por economía biológica.
Cuando he visto a gallinas picotear por los gallineros y prados, hace 30 y 40 años, en cualquier granja pequeña he comprobado que lo que ingerían era básicamente desechos domésticos tales como restos vegetales, tripas, restos de huesos con carne (mínimo) y …. Heces humanas. Las necesidades se hacían en la cuadra o el gallinero. ¿Calidad?
Muy bien explicado